domingo, 15 de enero de 2012

Mounstros a dieta




En la infancia fui una niña muy temerosa. Todas las mañanas mí mamá peleaba contra mis ataques de pánico para obligarme a ir al kínder, y justo unas calles antes de llegar a dicho recinto, yo vomitaba bilis hasta el llanto. Después, para ir a la primaria en los primeros años, fue exactamente lo mismo. Me daba miedo la gente, me aterraba que me cambiaran de lugar en el salón, que me pusieran a competir, que se me olvidara una tarea, que me pelearan otros niños. Desde entonces siento una profunda compasión e identificación por los seres en desventaja. Y por consecuencia, jamás retrocedería el tiempo hasta la niñez, pues fue bastante tormentosa para mí.

Ahora, a mis treinta y un años, estoy teniendo una especie de regresión hacia ese estadio y no sé qué hacer. El miedo vuelve a prevalecer en mi presente. Es un temor difícil de confesar y tan absurdo, que me siento avergonzada ante mi incapacidad de enfrentarlo. Tiene qué ver con la soledad, con el sentirme vulnerable y responsable de una persona aun más vulnerable que yo.


En mi historial psicoterapéutico, he trabajado muchísimo este tema, sin embargo, estoy convencida de que los ciclos del mundo psíquico, se rigen por leyes parecidas a las de los juegos de video: mientras más enfrentas tus fantasmas y avanzas, los siguientes suelen ser más cabrones. Aunque también una se va haciendo de armas más poderosas para combatirlos. Y ahora, consciente de todo lo que está pasando, no me atrevo a dar el siguiente paso y me angustio, como si yo misma me hiciera una cirugía sin anestesia. Además creo que la realidad no me está ayudando mucho:

Me da miedo estar sola en la noche con mi hijo, pues temo que algo le pase.

Me da miedo que se enferme (mi hijo).

Me da miedo que no me alcance el dinero.

Me da miedo no ser una buena madre.

Me da miedo ya no encontrar nunca una pareja.

Que me explote el boiler.

Que se fugue el gas.

Que se nos meta alguien al departamento y nos haga daño.

Que se vaya la luz.

El silencio nocturno y sus ruiditos inexplicables.

Que alguien lastime a mi bebé.

Yo sé que, estadísticamente, han muerto muchas más mujeres con sus hijos, por consecuencia de la violencia intrafamiliar (de la que sin dudarlo escapé) que por haberles explotado el boiler. Sé que mis temores, como la gran mayoría, son marañitas y trampas de mi cabeza traicionera y auto saboteadora. Sin embargo, me paralizan como en la infancia. Por eso llegué a la conclusión de que lo único que está de fondo es mi inútil negación a ser enteramente una mujer adulta (y madre).

Qué difícil es entonces pagar cada una de las facturas de las decisiones que tomamos. Y aunque no me arrepiento ni tantito de haberme separado del padre de mi hijo, nunca imaginé que mi peor obstáculo sería el enfrentarme a mí misma. A veces hasta he llegado a pensar que lo vivido con J. no fue más que un reflejo de lo mucho que puedo llegar a lastimarme. Aunque darle valor a esa idea, sería como sostener el concepto añejo de la “víctima propiciadora”, que concuerda con la explicación de que si una mujer es violentada, seguramente es porque se lo buscó. Y en cualquiera de los casos, pude salir y sigo viva para contarlo. Con mayor razón podré ir debilitando a cada uno de los nuevos “inquilinos oscuros” que he albergado en mi cabeza. Supongo que solo es cuestión de restringirles el alimento.




Foto: Eugenio Recuenco.

2 comentarios:

mariana m* dijo...

¡Ay, dios mío! Te leo y me quedo impactada y rebusco en mi historia esas cosas que resuenan en la tuya. Y con eso, me voy a dormir. A dejarlo reposar para seguir luego dándole otro pienso que yo también ando re miedosa y ansiosa lo que sigue. ¡Abrazo fuerte!

Mandarina Concupiscente dijo...

Gracias por el abrazo y por tus palabras. Yo desde aquí te percibo tan valiente que me cuesta creer que pases noches como las mías. Sin embargo sé que así pasa y con mayor razón, merecemos que nos vaya muy bien.