Los suspiros son aire y van al aire.
Las lágrimas son agua y van al mar.
Dime, mujer: cuando el amor se olvida,
¿sabes tú adónde va?
Gustavo Adolfo Bécquer (Rimas XXXVIII)
Cuando me separé del papá de mi hijo, pensaba ilusamente que la felicidad me recibiría con los brazos abiertos, que la vida me recompensaría por mi valentía y convicción de estar bien, de ser feliz y, sobre todo, por mi capacidad de salvaguardar hasta las últimas consecuencias la integridad física y emocional de mi bebé. Pero no. La realidad no funciona de esa manera. La verdad, haciendo un comparativo entre el antes y el después (viviendo con y sin él), no hay mucha diferencia entre mis estados de angustia, tristeza e incertidumbre. Lo que sí es que el objeto externo, el referente aquel, ha dejado de existir, y al menos eso me permite tener un poco más de control de esta tempestad. También me queda la esperanza de que esto sea pasajero, parte del proceso de readaptación y reconstrucción. Sin embargo ahora comprendo, porqué muchas mujeres no se atreven a cortar de tajo con la situación, entiendo los costos reales, económicos, sociales y emocionales de asumir dicho estropicio. Está cabrón, muy cabrón y aunque en mi panorama de opciones no figura el retorno, a veces me siento tan desesperada que quisiera creer que se puede solucionar, que puedo luchar para reconstruir mi proyecto de familia, pero inmediatamente echo una mirada a mi lista de motivos para haber salido huyendo, y me bastan las primeras líneas para desechar esa tramposa idea y continuar, seguir, con todo y la desesperación, volcándola entonces a mi favor.
Alguna vez en uno de los talleres súper intensos de la maestría, tuve una sesión psicoterapéutica muy significativa respecto al duelo. Mi maestro me explicó (muy amorosamente), que en una separación de pareja, siempre hay alguien que tiene que asumir el velorio y el entierro del amor que se ha extinguido, o del que resulta insostenible y requiere de eutanasia. Que alguno, necesariamente, tiene que cargar al muerto y ofrecerle el ritual que le corresponda para dignificar su lugar, el espacio que ocupará para siempre en nuestra historia y en nuestro corazón. Él comentaba que cuando uno de los dos involucrados está dispuesto a asumir semejante responsabilidad, es cuando por fin se logra la ruptura definitiva y sana, por más cruel que parezca para los ojos de quien se resiste a retirarse.
J. habló desesperado, exponiendo, como siempre, argumentos meramente pragmáticos para justificar mi regreso. Y al escuchar el ultimátum y la negociación vacua que pretendía ofertar, me percaté de que estoy lo suficientemente fuerte para sacar del estado de “N.N” a ese amor, y ofrecerle su respectivos ritos funerarios, dignificantes y liberadores. Estoy lista para asumirlo. Yo cargo con eso.