martes, 23 de agosto de 2011

Mi casa




Cuando vivía en la casa de mis papás me gustaba mucho despilfarrar el tiempo encerrada en mi habitación, era mi espacio sagrado. Pasaba horas leyendo, durmiendo, escuchando música e incluso jugando. Sí, hasta edad muy avanzada tuve una especie de amigo imaginario, que ya con todos mis conocimientos acerca de las conductas humanas, supe era indicio de una especie de autismo emocional, que se sigue reflejando en mi maravillosa capacidad para relacionarme con las cosas y con los animales y no así con las personas. La casa de mis padres era y sigue siendo eso: suya, y yo no entendía que por lo mismo, no tenía derecho a cuestionar lo que en ella sucedía. Sin embargo no fue hasta que me enamoré perdida y lujuriosamente, que me nació la necesidad de salirme de ahí, pues lamentaba tanto no contar con un espacio propio para coger, que me desesperaba y me angustiaba, rogándole al cielo la oportunidad de dejar el nido. Peor se puso la cosa cuando comencé con los rollitos de la psicoterapia y sus respectivos divorcios y partos psicológicos, pues entonces sí fue inevitable la separación.


Han pasado ya cinco años de que partí en busca de mi propia morada y sigo buscándola. Ahora comprendo que es mucho más una cuestión interna, que se trata del hogar simbólico que uno es capaz de construir para resguardarse de las inclemencias de la vida. He vivido desde entonces en cinco casas diferentes, todas mías y ninguna mía a la vez, la sigo buscando, construyendo como araña que no encuentra aún las condiciones óptimas para tejer su telar.


Imagen: Elena Kalis


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