Por azares del destino ahora
investigo muertes de mujeres. Mi acercamiento a este tipo de fenómenos ha sido
paulatino y temeroso: he llegado a pensar que con cada una de las féminas
muertas que he analizado, ha ido muriendo una pequeña parte de mí. He
transitado por el coraje, la desesperación y la tremenda empatía ante la
vulnerabilidad de una víctima. “Es un
proceso normal”, me dicen los veteranos, después dejarás de sentir todo
eso. Y yo no sé si lo quiero dejar de sentir, pienso que es lo que me mantiene
en la frontera, en mi eje, en mi yo.
En menos de un año, he visto
suficientes mujeres muertas, de todas las edades, bajo muchísimos tipos de
circunstancias y sus cuerpos, por lo regular, reflejan una historia que nunca
terminaron de escribir porque alguien les arrebató ese acto volitivo, salvo
aquéllas que optaron por el suicidio.
Y yo, he llegado a una
conclusión: no hay peor acto de violencia, que
el de aceptar morir en vida, al renunciar al placer, a los sueños y a
una vida libre de violencia.
Imagen: Eugenio Recuenco